Todos nos sentimos orgullosos de ser colombianos (ni más faltaba), pero cuando nos enteramos a través de los medios de comunicación de la escandalosa corrupción que corroe la gestión pública (y privada); de los elefantes blancos que se reproducen a diario como conejos (los megaproyectos); de la ineficiencia de los mal llamados servidores públicos; de la impunidad que ronda los delitos de cuello blanco (de quienes a diario se roban los recursos del Estado); del incumplimiento de la mayoría de los contratos, etc., etc., nos deprime tanto que quisiéramos dejar de pertenecer a este país. Pero lo más grave es la desfachatez, e incluso indignación, con que los delincuentes se presentan ante la opinión pública, tratando de ocultar lo inocultable, mostrándose como víctimas de “oscuras” maquinaciones, sin el más mínimo asomo de arrepentimiento. De verdad que todo el espectáculo de la corrupción galopante que estamos presenciando, fomentada y fortalecida bajo el pasado gobierno, nos produce grima, ganas de gritar ante la impotencia de no poder hacer algo para que después de 200 años no se sigan tirando al país.
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