Con bombos y platillos (yo diría que no tantos) se celebra por estos días el bicentenario de la independencia de Colombia, haciéndonos creer que este acontecimiento atañe a todos por igual: indígenas, negros, campesinos, artesanos, comerciantes, terratenientes. Sin lugar a dudas, la carne de cañón que hizo posible nuestra emancipación del yugo español la puso el pueblo de alpargata, mientras que los señores de la naciente burguesía y los grandes terratenientes se llenaban de gloria (y de riqueza) y que aún hoy aparecen como los héroes de la gran gesta. Habría que preguntarse si realmente la independencia significó la reinvindicación del pueblo raso, o si, por el contrario, reemplazó un yugo por otro, el de los oligarcas y terratenientes que todavía siguen concentrando riqueza, mientras la mayoría de los colombianos se despierta cada día con la incertidumbre de poder satisfacer sus necesidades básicas. El balance no puede ser más negativo: en doscientos años de ignominia la mal llamada clase dirigente, los dueños de este país, no solo no lograron transformar nuestra nación, sino que son los directos responsables del atraso económico, científico, social y político, de la violencia estructural en que sobrevivimos. Incapaces de administrar honestamente la cosa pública, nos debatimos entre la ineficiencia y la corrupción, observando perplejos cómo se roban los dineros, sin que las obras avancen adecuadamente. Después de doscientos años la mayor parte del territorio nacional permanece sin control por parte de un Estado que parece funcionar exclusivamente para favorecer los intereses de la oligarquía y los grandes terratenientes y de las empresas transnacionales y no para sacar al país del atraso socioeconómico y mental. Por eso, más que celebrar hay que hacer un juicio a quienes por todo este tiempo han manejado al país como si fuera su empresa familiar privada.
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