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07 agosto 2013




Mis padres tuvieron poca educación. Mi papá era originario de lo que hoy es Bielorrusia, en su momento Lituania. Fue educado en la religión judía, podía leer hebreo y escribir en yiddish, hablar algo de lituano y ruso, sabía hacer las operaciones aritméticas básicas y se orientaba por puntos de vista conservadores no sólo en política sino en todo. Aprendió a hablar español con un marcado acento eslavo que a mí me hacía sentir incómodo. Mi mamá cursó algunos años de secundaria en Polonia, pero no pudo terminarla. En su familia hubo socialistas y laboristas del movimiento llamado Bundt, según me enteré tardíamente con sus familiares en Nueva York, pero ella fue apolítica toda la vida. Ayudaba a mi papá con la cacharrería en Barranquilla, y él la respetaba mucho porque era buena y rápida para los negocios. Eso nos permitió entrar en el mundo de la clase media con todas sus comodidades.

A pesar de sus carencias, mis padres valoraban, como todos los judíos europeos, la educación que para ellos se expresaba en el respeto por los estudiosos de la Ley —los rabinos—, pero también por el aprecio a todas las profesiones liberales y técnicas. Tanto yo como mis dos hermanas fuimos apoyados para hacer estudios universitarios y de posgrado, a pesar de que ellos no entendían muy bien lo que el estudio representaría en nuestras vidas. En mi caso, terminé apartándome de la vida comunitaria y religiosa, o sea de las que para ellos eran las defensas últimas de nuestra existencia.  Ver más





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