Invitación a debatir sobre temas de economía, política, medio ambiente y mucho mas.
Buscar en este blog
14 diciembre 2012
09 diciembre 2012
Hágame el hijue... favor de cobrarme más impuestos
Hágame el hijue... favor de cobrarme más impuestos
Actualmente se prepara una
importante reforma tributaria en Colombia. Convendría que nuestros
padres de la patria leyeran lo que un distinguido (y rico) novelista
tiene que decir al respecto.
Tomado de: El Malpensante.com
http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=2562&pag=2&size=n
Tomado de: El Malpensante.com
http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=2562&pag=2&size=n
Chris Christie podrá ser gordo, pero no es Papá Noel. Es más, a veces parece incapaz de decidir si es el gobernador o el caporegime
de Nueva Jersey, y el que su mala educación sea a menudo considerada
encantadora podría leerse como un indicador de la creciente aspereza del
discurso norteamericano. En febrero, mientras se discutía la
recientemente enmendada ley del impuesto sobre la renta de Nueva Jersey,
que permite a los ricos pagar (proporcionalmente) menos impuestos que
la clase media, le preguntaron a Christie su opinión en torno a lo
afirmado por Warren Buffett en el sentido de que no es justo que su
secretaria personal pague más impuestos federales sobre la renta que él.
Con el ímpetu que lo caracteriza, Christie respondió: “Debería llenar
un cheque y callarse… Estoy cansado de ese tipo de comentarios. Si
quiere darle más plata al gobierno, él es capaz de llenar un cheque. Que
lo haga”.
Ya había escuchado ese argumento. En un mitin en Florida (para apoyar los contratos colectivos de trabajo y defender el punto de vista socialista según el cual despedir profesores experimentados no es tan buena idea), dije que yo pagaba impuestos por un monto equivalente a más o menos el 28% de mis ingresos. Mi pregunta era: “¿Por qué no estoy pagando el 50%?”. En esa ocasión, no fue el gobernador de Nueva Jersey quien respondió a tan radical idea –probablemente estaba muy ocupado comiendo queso en el bufé todo-lo-que-puedas-comer de Applebee’s, Nueva Jersey–; sin embargo muchas personas con la misma forma de pensar de Christie lo hicieron.
“Llene un cheque y cállese”.
“Si quiere pagar más, pague más”.
“Estamos cansados de escuchar lo mismo”.
De malas, muchachos, yo no me he cansado de hablar del tema. He conocido tipos ricos –¿por qué no?, después de todo yo también soy rico– y la mayoría preferiría echarse gasolina en el pene, prender un fósforo y bailar cantando “Disco Inferno”, antes que pagarle al Tío Sam un centavo más por impuestos. Es cierto que algunos invierten al menos parte de su ahorro fiscal en contribuciones de caridad. Mi esposa y yo donamos alrededor de cuatro millones de dólares anuales a bibliotecas, cuerpos de bomberos que necesitan actualizar sus equipos para salvar vidas (las tenazas hidráulicas son siempre una petición popular), escuelas y diversas organizaciones que apoyan las artes. Warren Buffett hace lo mismo, y Bill Gates, y Steven Spielberg y los hermanos Koch, y también el fallecido Steve Jobs. Muy bien, pero no es suficiente.
Ese 1% caritativo no puede asumir las responsabilidades de Estados Unidos como nación: el cuidado de sus enfermos y sus pobres, la educación de sus jóvenes, la reparación de las fallas en su infraestructura, el pago de sus asombrosas deudas de guerra. La caridad de los ricos no puede solucionar el calentamiento global o reducir el precio de la gasolina, ni siquiera en un centavo. Ese tipo de salvación no viene de que Mark Zuckerberg o Steve Ballmer digan: “Listo, voy a enviar un cheque adicional por dos millones de dólares a la agencia de recaudación de impuestos”; esa molesta responsabilidad recae en dos palabras que son el anatema de los seguidores del Tea Party: ciudadanía estadounidense.
¿Por qué no nos ponemos serios al respecto? La mayoría de los ricos que pagan impuestos del 28% no destinan el 28% de sus ingresos a la caridad. La mayoría de ellos quieren conservar su dinero; no van por ahí vaciando sus cuentas bancarias y sus portafolios de inversión, sino que los guardan y luego los heredan a sus hijos y a los hijos de sus hijos. Y lo que finalmente regalan –como es el caso de la platica que donamos mi mujer y yo– depende completamente de su criterio. Tal es la esencia de la filosofía del rico: “No nos digan cómo usar nuestro dinero; nosotros les diremos a ustedes cómo hacerlo”.
Los hermanos Koch son un par de tipos desagradables de derecha. Sin embargo, son un par de tipos desagradables de derecha generosos. Para dar un ejemplo, donaron la cantidad nada despreciable de 68 millones de dólares a la Academia Deerfield. Lo cual es maravilloso para la Academia Deerfield, pero no servirá de nada para limpiar el derrame de petróleo en el Golfo de México, donde los pescados usados en la alimentación comienzan a mostrar lesiones negras. Tampoco servirá para implementar regulaciones más fuertes que impidan a la bp (o a cualquier otro grupo despreciable de perforadores petroleros) volver a hacerlo. No reparará los diques de Nueva Orleans, ni mejorará la educación en Mississippi o Alabama. Pero qué diablos, esos campechanos no van a ir nunca a la Academia Deerfield. Que se vayan al carajo si no son capaces de aceptar una broma.
Aquí va otro poco de mierda fresca, cortesía del ala derecha del Partido Republicano –que, hasta donde sé, se ha convertido en la única ala del Partido Republicano–: entre más rica sea la gente, más empleos genera. ¿En serio? Yo tengo una nómina de más o menos sesenta empleados, la mayoría de los cuales trabajan para las cadenas radiales que tengo en Bangor, Maine. Si me gano la lotería del cine y termino siendo uno de los dueños de una película que gana doscientos millones –como ha sucedido algunas veces–, ¿qué haría con ellos? ¿Comprar otra emisora radial? No creo, ya me estoy arruinando con las que tengo. Pero supongan que lo hiciera y contratara doce personas más. Bien por ellos. Maravilloso para el resto de la economía.
Ya había escuchado ese argumento. En un mitin en Florida (para apoyar los contratos colectivos de trabajo y defender el punto de vista socialista según el cual despedir profesores experimentados no es tan buena idea), dije que yo pagaba impuestos por un monto equivalente a más o menos el 28% de mis ingresos. Mi pregunta era: “¿Por qué no estoy pagando el 50%?”. En esa ocasión, no fue el gobernador de Nueva Jersey quien respondió a tan radical idea –probablemente estaba muy ocupado comiendo queso en el bufé todo-lo-que-puedas-comer de Applebee’s, Nueva Jersey–; sin embargo muchas personas con la misma forma de pensar de Christie lo hicieron.
“Llene un cheque y cállese”.
“Si quiere pagar más, pague más”.
“Estamos cansados de escuchar lo mismo”.
De malas, muchachos, yo no me he cansado de hablar del tema. He conocido tipos ricos –¿por qué no?, después de todo yo también soy rico– y la mayoría preferiría echarse gasolina en el pene, prender un fósforo y bailar cantando “Disco Inferno”, antes que pagarle al Tío Sam un centavo más por impuestos. Es cierto que algunos invierten al menos parte de su ahorro fiscal en contribuciones de caridad. Mi esposa y yo donamos alrededor de cuatro millones de dólares anuales a bibliotecas, cuerpos de bomberos que necesitan actualizar sus equipos para salvar vidas (las tenazas hidráulicas son siempre una petición popular), escuelas y diversas organizaciones que apoyan las artes. Warren Buffett hace lo mismo, y Bill Gates, y Steven Spielberg y los hermanos Koch, y también el fallecido Steve Jobs. Muy bien, pero no es suficiente.
Ese 1% caritativo no puede asumir las responsabilidades de Estados Unidos como nación: el cuidado de sus enfermos y sus pobres, la educación de sus jóvenes, la reparación de las fallas en su infraestructura, el pago de sus asombrosas deudas de guerra. La caridad de los ricos no puede solucionar el calentamiento global o reducir el precio de la gasolina, ni siquiera en un centavo. Ese tipo de salvación no viene de que Mark Zuckerberg o Steve Ballmer digan: “Listo, voy a enviar un cheque adicional por dos millones de dólares a la agencia de recaudación de impuestos”; esa molesta responsabilidad recae en dos palabras que son el anatema de los seguidores del Tea Party: ciudadanía estadounidense.
¿Por qué no nos ponemos serios al respecto? La mayoría de los ricos que pagan impuestos del 28% no destinan el 28% de sus ingresos a la caridad. La mayoría de ellos quieren conservar su dinero; no van por ahí vaciando sus cuentas bancarias y sus portafolios de inversión, sino que los guardan y luego los heredan a sus hijos y a los hijos de sus hijos. Y lo que finalmente regalan –como es el caso de la platica que donamos mi mujer y yo– depende completamente de su criterio. Tal es la esencia de la filosofía del rico: “No nos digan cómo usar nuestro dinero; nosotros les diremos a ustedes cómo hacerlo”.
Los hermanos Koch son un par de tipos desagradables de derecha. Sin embargo, son un par de tipos desagradables de derecha generosos. Para dar un ejemplo, donaron la cantidad nada despreciable de 68 millones de dólares a la Academia Deerfield. Lo cual es maravilloso para la Academia Deerfield, pero no servirá de nada para limpiar el derrame de petróleo en el Golfo de México, donde los pescados usados en la alimentación comienzan a mostrar lesiones negras. Tampoco servirá para implementar regulaciones más fuertes que impidan a la bp (o a cualquier otro grupo despreciable de perforadores petroleros) volver a hacerlo. No reparará los diques de Nueva Orleans, ni mejorará la educación en Mississippi o Alabama. Pero qué diablos, esos campechanos no van a ir nunca a la Academia Deerfield. Que se vayan al carajo si no son capaces de aceptar una broma.
Aquí va otro poco de mierda fresca, cortesía del ala derecha del Partido Republicano –que, hasta donde sé, se ha convertido en la única ala del Partido Republicano–: entre más rica sea la gente, más empleos genera. ¿En serio? Yo tengo una nómina de más o menos sesenta empleados, la mayoría de los cuales trabajan para las cadenas radiales que tengo en Bangor, Maine. Si me gano la lotería del cine y termino siendo uno de los dueños de una película que gana doscientos millones –como ha sucedido algunas veces–, ¿qué haría con ellos? ¿Comprar otra emisora radial? No creo, ya me estoy arruinando con las que tengo. Pero supongan que lo hiciera y contratara doce personas más. Bien por ellos. Maravilloso para el resto de la economía.
A riesgo de repetirme, esto es lo que hacen los ricos cuando se
hacen más ricos: invierten. Gracias a las políticas de negocios
antiestadounidenses implementadas por las últimas cuatro
administraciones, muchas de estas inversiones se hacen en el exterior.
¿No me creen? Busquen la etiqueta de la camiseta o la gorra que tienen
puesta. Si dice hecha en estados unidos yo… bueno, no diré que
les besaré el trasero porque algunas de esas cosas sí las hacen acá,
pero muy pocas. Y lo que se hace acá no lo hace el pequeño grupo de
burócratas rechonchos de nuestro país; se hace, en su mayoría, en
fábricas que apenas sobreviven en el Profundo Sur, donde los únicos
sindicatos en los que creen los individuos son aquellos solemnizados en
el altar de la iglesia local (siempre y cuando haya separación de sexos,
claro está).
La mayoría de los congresistas de Estados Unidos que se rehúsan siquiera a pensar en aumentar los impuestos a los ricos y berrean como bebés quemados, usualmente en el noticiero de Fox, cada vez que se trae el tema a colación no son multimillonarios (aunque muchos de ellos son millonarios y tienen desde hace mucho dinero como el que se invirtió en la reforma a la salud del gobierno de Obama). Simplemente idolatran a los ricos. No me pregunten por qué, yo mismo no lo entiendo. La mayoría de los ricos son tan aburridos como la mierda vieja de un perro muerto. Sin embargo, tipos como Mitch McConnell, John Boehner y Eric Cantor apenas si pueden controlarse ante ellos. Tanto estos políticos como sus seguidores de derecha tienen la misma reacción que las niñas pequeñas cuando ven a Justin Bieber, al ver a tipos como Christy Walton o Sheldon Adelson: se les salen los ojos y quedan boquiabiertos, mientras de su boca cuelgan babas de adoración. Yo mismo he suscitado esa reacción, a pesar de que apenas soy un rico “bebé” comparado con algunos de esos tipos que flotan con serenidad, como dirigibles hechos de billetes de mil dólares, sobre las vidas de la clase media trabajadora.
En Estados Unidos se sacraliza a los ricos. Incluso Warren Buffett, quien ha sido expulsado del grupo por sus ideas radicales y por hablar con el dinero y no con la boca cuando de patriotismo se trata, llegó a las páginas principales de los periódicos al anunciar que tenía cáncer de próstata en estadio 1. ¡Por Dios, estadio 1! ¡Hay cientos de médicos que pueden curarlo y mandarle la cuenta a su American Express negra! ¡Pero la prensa lo hizo sonar como si se acabaran de caer y despedazar los testículos del papa! ¿Porque se trataba de cáncer? ¡No! ¡Porque era Warren Buffett de Berkshire Hathaway!
Supongo que ese amor desquiciado de la derecha tiene que ver, al menos en parte, con la idea de que en Estados Unidos cualquiera puede volverse Riqui-Ricón si trabaja duro y ahorra sus centavos. Mitt Romney llegó a decir: “Soy rico y no me voy a disculpar por ello”. Nadie quiere que lo hagas, Mitt. Lo que algunos de nosotros queremos –aquellos que no estamos ciegos por cuenta de un montón de sandeces risibles que buscan enmascarar el hecho de que los ricos quieren seguir teniendo su maldito dinero– es que reconozcas que no habrías logrado tener éxito en Estados Unidos sin Estados Unidos. Que tuviste la fortuna de nacer en un país donde la movilidad social es posible (un tema sobre el que Barack Obama puede hablar con la autoridad de la experiencia), pero los canales que hacen que esa movilidad exista están cada vez más obstruidos. Que no es justo pedirle a la clase media que asuma una cantidad desproporcionada del peso de los impuestos. ¿No es justo? Es completamente antiestadounidense, todos deberíamos pagar lo que nos corresponde. Que en nuestras clases de civismo nunca nos enseñaron –lo siento, niños– que ser estadounidense quiere decir estar solo. Que aquellos que han recibido mucho deben tener la obligación de pagar en la misma proporción; no de dar, no de “llenar un cheque y callarse”, en palabras del gobernador Christie, sino de pagar. Eso se llama dar la cara y no lloriquear al respecto. Se llama patriotismo, una palabra que la gente del Tea Party ama decir, siempre y cuando no les cueste ni un centavo a sus amados ricos.
Es algo que debe suceder para que Estados Unidos permanezca fuerte y fiel a sus ideales. Es una necesidad práctica y un imperativo moral. El año pasado, durante el Movimiento de Ocupación, los conservadores que se oponían a la equidad fiscal vieron las primeras muestras reales de descontento. Su respuesta fue la de María Antonieta (“Que coman pasteles”) o la de Ebenezer Scrooge (“¿No hay prisiones? ¿No hay casas de trabajo?”). Qué caballeros tan miopes. Si esta situación no se soluciona con justicia, las protestas del año pasado serán solo el principio. Scrooge cambió de actitud cuando lo visitaron los fantasmas. María Antonieta perdió la cabeza.
Piénsenlo.
La mayoría de los congresistas de Estados Unidos que se rehúsan siquiera a pensar en aumentar los impuestos a los ricos y berrean como bebés quemados, usualmente en el noticiero de Fox, cada vez que se trae el tema a colación no son multimillonarios (aunque muchos de ellos son millonarios y tienen desde hace mucho dinero como el que se invirtió en la reforma a la salud del gobierno de Obama). Simplemente idolatran a los ricos. No me pregunten por qué, yo mismo no lo entiendo. La mayoría de los ricos son tan aburridos como la mierda vieja de un perro muerto. Sin embargo, tipos como Mitch McConnell, John Boehner y Eric Cantor apenas si pueden controlarse ante ellos. Tanto estos políticos como sus seguidores de derecha tienen la misma reacción que las niñas pequeñas cuando ven a Justin Bieber, al ver a tipos como Christy Walton o Sheldon Adelson: se les salen los ojos y quedan boquiabiertos, mientras de su boca cuelgan babas de adoración. Yo mismo he suscitado esa reacción, a pesar de que apenas soy un rico “bebé” comparado con algunos de esos tipos que flotan con serenidad, como dirigibles hechos de billetes de mil dólares, sobre las vidas de la clase media trabajadora.
En Estados Unidos se sacraliza a los ricos. Incluso Warren Buffett, quien ha sido expulsado del grupo por sus ideas radicales y por hablar con el dinero y no con la boca cuando de patriotismo se trata, llegó a las páginas principales de los periódicos al anunciar que tenía cáncer de próstata en estadio 1. ¡Por Dios, estadio 1! ¡Hay cientos de médicos que pueden curarlo y mandarle la cuenta a su American Express negra! ¡Pero la prensa lo hizo sonar como si se acabaran de caer y despedazar los testículos del papa! ¿Porque se trataba de cáncer? ¡No! ¡Porque era Warren Buffett de Berkshire Hathaway!
Supongo que ese amor desquiciado de la derecha tiene que ver, al menos en parte, con la idea de que en Estados Unidos cualquiera puede volverse Riqui-Ricón si trabaja duro y ahorra sus centavos. Mitt Romney llegó a decir: “Soy rico y no me voy a disculpar por ello”. Nadie quiere que lo hagas, Mitt. Lo que algunos de nosotros queremos –aquellos que no estamos ciegos por cuenta de un montón de sandeces risibles que buscan enmascarar el hecho de que los ricos quieren seguir teniendo su maldito dinero– es que reconozcas que no habrías logrado tener éxito en Estados Unidos sin Estados Unidos. Que tuviste la fortuna de nacer en un país donde la movilidad social es posible (un tema sobre el que Barack Obama puede hablar con la autoridad de la experiencia), pero los canales que hacen que esa movilidad exista están cada vez más obstruidos. Que no es justo pedirle a la clase media que asuma una cantidad desproporcionada del peso de los impuestos. ¿No es justo? Es completamente antiestadounidense, todos deberíamos pagar lo que nos corresponde. Que en nuestras clases de civismo nunca nos enseñaron –lo siento, niños– que ser estadounidense quiere decir estar solo. Que aquellos que han recibido mucho deben tener la obligación de pagar en la misma proporción; no de dar, no de “llenar un cheque y callarse”, en palabras del gobernador Christie, sino de pagar. Eso se llama dar la cara y no lloriquear al respecto. Se llama patriotismo, una palabra que la gente del Tea Party ama decir, siempre y cuando no les cueste ni un centavo a sus amados ricos.
Es algo que debe suceder para que Estados Unidos permanezca fuerte y fiel a sus ideales. Es una necesidad práctica y un imperativo moral. El año pasado, durante el Movimiento de Ocupación, los conservadores que se oponían a la equidad fiscal vieron las primeras muestras reales de descontento. Su respuesta fue la de María Antonieta (“Que coman pasteles”) o la de Ebenezer Scrooge (“¿No hay prisiones? ¿No hay casas de trabajo?”). Qué caballeros tan miopes. Si esta situación no se soluciona con justicia, las protestas del año pasado serán solo el principio. Scrooge cambió de actitud cuando lo visitaron los fantasmas. María Antonieta perdió la cabeza.
Piénsenlo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)