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29 octubre 2011

HAITÍ, PAÍS OCUPADO

Haití, país ocupado

By Eduardo Galeano

Tomado de Global Research, October 4, 2011, Página 12

Consulte usted cualquier enciclopedia. Pregunte cuál fue el primer país libre en América. Recibirá siempre la misma respuesta: los Estados Unidos. Pero los Estados Unidos declararon su independencia cuando eran una nación con seiscientos cincuenta mil esclavos, que siguieron siendo esclavos durante un siglo, y en su primera Constitución establecieron que un negro equivalía a las tres quintas partes de una persona.
Y si a cualquier enciclopedia pregunta usted cuál fue el primer país que abolió la esclavitud, recibirá siempre la misma respuesta: Inglaterra. Pero el primer país que abolió la esclavitud no fue Inglaterra sino Haití, que todavía sigue expiando el pecado de su dignidad.
Los negros esclavos de Haití habían derrotado al glorioso ejército de Napoleón Bonaparte y Europa nunca perdonó esa humillación. Haití pagó a Francia, durante un siglo y medio, una indemnización gigantesca, por ser culpable de su libertad, pero ni eso alcanzó. Aquella insolencia negra sigue doliendo a los blancos amos del mundo.
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De todo eso, sabemos poco o nada.
Haití es un país invisible.
Sólo cobró fama cuando el terremoto del año 2010 mató a más de doscientos mil haitianos.
La tragedia hizo que el país ocupara, fugazmente, el primer plano de los medios de comunicación.
Haití no se conoce por el talento de sus artistas, magos de la chatarra capaces de convertir la basura en hermosura, ni por sus hazañas históricas en la guerra contra la esclavitud y la opresión colonial.
Vale la pena repetirlo una vez más, para que los sordos escuchen: Haití fue el país fundador de la independencia de América y el primero que derrotó la esclavitud en el mundo.
Merece mucho más que la notoriedad nacida de sus desgracias.
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Actualmente, los ejércitos de varios países, incluyendo el mío, continúan ocupando Haití. ¿Cómo se justifica esta invasión militar? Pues alegando que Haití pone en peligro la seguridad internacional.
Nada de nuevo.
Todo a lo largo del siglo diecinueve, el ejemplo de Haití constituyó una amenaza para la seguridad de los países que continuaban practicando la esclavitud. Ya lo había dicho Thomas Jefferson: de Haití provenía la peste de la rebelión. En Carolina del Sur, por ejemplo, la ley permitía encarcelar a cualquier marinero negro, mientras su barco estuviera en puerto, por el riesgo de que pudiera contagiar la peste antiesclavista. Y en Brasil, esa peste se llamaba haitianismo.
Ya en el siglo veinte, Haití fue invadido por los marines, por ser un país inseguro para sus acreedores extranjeros. Los invasores empezaron por apoderarse de las aduanas y entregaron el Banco Nacional al City Bank de Nueva York. Y ya que estaban, se quedaron diecinueve años.
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El cruce de la frontera entre la República Dominicana y Haití se llama El mal paso.
Quizás el nombre es una señal de alarma: está usted entrando en el mundo negro, la magia negra, la brujería...
El vudú, la religión que los esclavos trajeron de Africa y se nacionalizó en Haití, no merece llamarse religión. Desde el punto de vista de los propietarios de la Civilización, el vudú es cosa de negros, ignorancia, atraso, pura superstición. La Iglesia Católica, donde no faltan fieles capaces de vender uñas de los santos y plumas del arcángel Gabriel, logró que esta superstición fuera oficialmente prohibida en 1845, 1860, 1896, 1915 y 1942, sin que el pueblo se diera por enterado.
Pero desde hace ya algunos años, las sectas evangélicas se encargan de la guerra contra la superstición en Haití. Esas sectas vienen de los Estados Unidos, un país que no tiene piso 13 en sus edificios, ni fila 13 en sus aviones, habitado por civilizados cristianos que creen que Dios hizo el mundo en una semana.
En ese país, el predicador evangélico Pat Robertson explicó en la televisión el terremoto del año 2010. Este pastor de almas reveló que los negros haitianos habían conquistado la independencia de Francia a partir de una ceremonia vudú, invocando la ayuda del Diablo desde lo hondo de la selva haitiana. El Diablo, que les dio la libertad, envió al terremoto para pasarles la cuenta.
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¿Hasta cuándo seguirán los soldados extranjeros en Haití? Ellos llegaron para estabilizar y ayudar, pero llevan siete años desayudando y desestabilizando a este país que no los quiere.
La ocupación militar de Haití está costando a las Naciones Unidas más de ochocientos millones de dólares por año.
Si las Naciones Unidas destinaran esos fondos a la cooperación técnica y la solidaridad social, Haití podría recibir un buen impulso al desarrollo de su energía creadora. Y así se salvaría de sus salvadores armados, que tienen cierta tendencia a violar, matar y regalar enfermedades fatales.
Haití no necesita que nadie venga a multiplicar sus calamidades. Tampoco necesita la caridad de nadie. Como bien dice un antiguo proverbio africano, la mano que da está siempre arriba de la mano que recibe.
Pero Haití sí necesita solidaridad, médicos, escuelas, hospitales y una colaboración verdadera que haga posible el renacimiento de su soberanía alimentaria, asesinada por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y otras sociedades filantrópicas.
Para nosotros, latinoamericanos, esa solidaridad es un deber de gratitud: será la mejor manera de decir gracias a esta pequeña gran nación que en 1804 nos abrió, con su contagioso ejemplo, las puertas de la libertad.
(Este artículo está dedicado a Guillermo Chifflet, que fue obligado a renunciar a la Cámara de Diputados del Uruguay cuando votó contra el envío de soldados a Haití.)
* Texto leído ayer por el escritor uruguayo en la Biblioteca Nacional en el marco de la mesa-debate “Haití y la respuesta latinoamericana”, en la que participaron además Camille Chalmers y Jorge Coscia.

28 octubre 2011

CÓMO SE DISTRIBUYE LA RIQUEZA MUNDIAL


A escala mundial, 3054 millones de personas (67,6%), con activos menores a 10 mil dólares, reciben tan solo el 3,3% de la riqueza mundial. En el otro extremo, 29,7 millones de personas (0,5% de la población mundial), con activos superiores a 1 millón de dólares, acaparan el 38,5% de la riqueza. Si agregamos el segmento de población con activos entre 100 mil y un millón de dólares, que asciende a 369 millones de personas (8,2% de la población mundial) y que concentra el 43,6% de la riqueza global, se tiene que tan solo el 8,7% de la población acapara el 82,1% de la misma. En la franja intermedia encontramos al grupo de personas con activos entre 10 mil y 100 mil dólares, que asciende a 1,066 millones (23,6% de la población global) y que concentra el 14,5% de la riqueza. Esta seria una especie de clase media mundial.  



Fuentes: 
Real-World Economics Review Blog

Wall Street Journal
 

19 octubre 2011

El fatídico TLC con Estados Unidos

TLC, un pacto de adhesión

Por: Cristina de la Torre
Tomado de El Espectador, octubre 19 de 2011
Mientras indignados protestan en 82 países contra el desempleo que multinacionales y banqueros generan al amparo de aquel modelo, aquí sus pontífices se congratulan de que se instaure en pleno el laissez faire y la apertura económica no tenga ya límites. El ministro del ramo declara que el libre comercio con EE.UU. “nos ayudará a consolidar el aparato productivo nacional y a traer inversión para el país, lo que derivará en más empleo y prosperidad”. Aseveración contraevidente, pues ignora la experiencia de estos 20 años de apertura, antesala de lo que vendrá: la economía registró el menor crecimiento del siglo, el desempleo las cotas más altas y la distribución del ingreso un severo retroceso. Lo demuestra Eduardo Sarmiento. La asimetría del tratado no favorece sino a la contraparte: Colombia reduce sus aranceles de 13 a 0 y EE.UU., de 3 a 0. Aquí desmontamos todo control de capitales y la regulación cambiaria. Mientras allá se mantienen los subsidios a sus agricultores, aquí desprotegemos a los nuestros. A la inversa de Brasil y Argentina, que no suscribieron tratado comercial con Bush porque éste se negó a desmontar tales subsidios. El propio ministro de Agricultura advierte que el agro no está preparado para estos TLC. De industria, ni hablar. El tratado mata en el huevo lo que existe y esteriliza lo porvenir. Ahogada como se verá por la competencia de una potencia industrial, ya no surgirá en Colombia ninguna industria nueva.
Como importaremos mucho más de lo que exportaremos, el déficit comercial crecerá sin cesar y la bomba del crédito externo, con el cual estamos llenando el hueco, querrá estallar. Lo que sí exportamos —con o sin TLC— son minerales y petróleo. Pero estos bienes no reintegran divisas: las cifras espectaculares de exportaciones que nos muestran, engañan. Y sobre ello callan celosamente los apologistas del modelo minero-exportador, dizque locomotora líder de la prosperidad. Pasan impertérritos la mirada sobre el régimen especial vigente que exime del reintegro de divisas por ventas externas a firmas extranjeras aplicadas a la exploración y explotación de petróleo, gas natural, carbón, ferroníquel y uranio. Así lo disponen los artículos 48 a 82 de la resolución 8 de 2000 de la Junta Directiva del Banco de la República. En arroz y maíz no podemos competir, ni en avicultura y porcicultura, ni en carnes y productos lácteos. En textiles, confecciones, cueros y marroquinería tendremos que competir con la China, que ya invadió el mercado estadounidense. En frutas y plantas decorativas, Centroamérica es rival temible. Poco prometedor el panorama.
Después de los gringos, con este TLC los únicos ganadores seguirán siendo los importadores y su llave, los banqueros, que les financian la clientela. Núcleo selecto de Fenalco, los importadores se pelearon en el Congreso la aprobación del TLC por medio de Sabas Pretelt, su flamante vocero que fungía entonces como ministro. Para interpretar el interés de la nación —no apenas el de esta minoría insaciable—, para integrarnos a derechas en la economía global, tendremos que empezar por modernizar el campo —con redistribución y uso adecuado de la tierra— y trazar una estrategia de industrialización concertada con el Estado. De momento, para corregir este pacto de adhesión que es el TLC, renegociarlo exigiendo cláusulas de excepción por razones de desarrollo y de seguridad nacional. O bien, para escándalo de nuestra intelligentsia neoliberal, ‘denunciarlo’: romper el tratado unilateralmente, o mediante consulta popular, por razones de soberanía. Como se estila en las democracias maduras cuando la tragedia se abate sobre ellas.